Enrique ha tenido muchas experiencias con gente que, sin ser coleccionista, tiene unas cuantas monedas y desea venderlas. No suele ser sencillo hacer negocios con esa gente porque lo normal es que sean muy desconfiados y piensen que intentas engañarles. España siempre ha sido un país de pícaros y eso forja un carácter.

Lo más normal, todo hay que decirlo, es que las monedas que te ofrezcan no valgan para nada. Suelen ser chatarrilla de Franco toda circulada o algo de plata que no valga más que su peso. Ya dijimos que cuando nos encontramos unas monedas, lo normal es que no valgan casi nada. No obstante, siempre merece la pena echarlas un vistazo porque hay veces que hay sorpresas.

En el caso de que haya suerte y alguna pieza merezca la pena, lo primero que hay que tener claro es que el propietario de la moneda tiene algo que nosotros queremos (la moneda); pero nosotros tenemos algo que él quiere (saber qué moneda merece la pena y cuánto vale). Esto lo aprendió Enrique cuando regaló su conocimiento a una señora que, supuestamente, estaba interesada en venderle unas monedas.

Una vez que Enrique fue a casa de la señora, ésta le mostró un montón de monedas, amontonadas en álbumes, bolsas y cajones. Eran monedas que su madre había dejado y no sabían muy bien qué valor tenían. Allí había muy poca cosa que mereciese la pena, de hecho, sólo había una moneda interesante, pero esa era muy interesante: se trataba de un céntimo de 1906 SMV que estaba prácticamente sin circular. Enrique, con toda su buena voluntad, le explicó a la señora que no tenía gran cosa, que las únicas monedas que podrían valer algo eran las de plata, simplemente por peso, y que aquel céntimo era bastante valioso, ofreciéndole una buena suma de dinero por él.

En ese momento la señora le suelta: «No, si no estoy interesada en vender ninguna moneda».

Enrique se quedó con un palmo de narices: había actuado con buena voluntad con una señora que no conocía de nada, ofreciéndole asesoramiento y un dinero justo por las monedas que tenía, y en cuanto la señora supo lo que quería saber le mandó a paseo. Ella había conseguido a un plingado que le tasó gratuitamente las monedas y santas pascuas, no quería saber nada más de él.

Cuando se le pasó el enfado a Enrique recapacitó y se dio cuenta de su error: nunca hay que dar el valor de una pieza concreta.

Unos meses más tarde una pareja joven se puso en contacto con Enrique y le dijeron que tenían unas monedas de su padre. Enrique fue a su casa y las vio. La situación era semejante: la mayoría de las monedas no servían para nada, pero había una muy interesante (la variante UNA – LIBRE – GRANDE, de la que ya hablaremos). Parecía que los chicos tenían buena voluntad, pero Enrique se cubrió las espaldas y les ofreció un dinero por todas las monedas que tenían en casa, sin indicarles cuáles le interesaban. Ellos le preguntaron si todas merecían la pena o si había alguna que costase mucho más que el resto, a lo que Enrique contestó que pocas de ellas merecían la pena. Entonces le pidieron que preferían venderle sólo las monedas más caras, quedándose el resto como recuerdo de su padre. Enrique accedió, pero en vez de elegir sólo la moneda que le interesaba, para no darles pistas seleccionó 8 monedas y les ofreció un poco menos de lo que hubiera pagado por todo el lote. Los chicos aceptaron y todos quedaron contentos.